sábado, 28 de julio de 2007

Diez minutos con un niño que roba para drogarse

Lissette Rojas

Lo sé tan pronto lo veo. El niño está en una situación desesperada, evidente en sus pantalones rasgados, su piel blanca curtida por el sucio y las uñas ennegrecidas por la tierra.

Tiene unos 11 años no más de ahí. En la parada de minibuses de Jarabacoa todos lo conocen y cuando él llega lo molestan con una señal con las manos que significa ladrón.

El pequeño ni se inmuta, se ríe con una risa pícara, de viejo precoz, y trata de disimular los ademanes que le hacen los choferes. Pelear con ellos sería echarse el mundo en contra y por otro lado, no quiere espantar a los posibles "clientes". Yo estoy distraída, con los ojos más interesados en el hombre que se hurga los dientes en el espejo de la guagua que en ese chiquito con ademanes de adultos. Aquel sí me pareció ladrón.

Y es que el individuo está muy cerca de mis pertenencias, y yo observo a distancia prudente esperando que el autobus se llene. Nada me import ese pequeño que ronda la estación martillando el suelo con sus sandalias de hule. Niños como ese veo todos los días en nuestras calles capitalinas.

A una señal del chofer comprendo que el vehículo está lleno y que es solo cosa de entrar y partir de Jarabacoa hacia La Vega. En eso una señora con un bulto se para tras de mí para entrar. Ni por un instante puedo imaginar que el astuto niño de Jarabacoa me tocará las nalgas en busca de algo en mis bolsillos.

La señora queda en medio del travieso y yo, en una maniobra tan sutil que parece que nos abraza. Pero no es un abrazo, es una artimaña para sacar dinero y poder comprar sus drogas, según me enteraré luego.

En cuestión de segundos me volteo, lista para abofetearlo por su atrevimiento. Sin embargo, no puedo. Cuando lo hago me encuentro con unos ojos claros, bordeados por unas ojeras moradas que no recuerdo haber visto en ningún otro niño de su edad. Mi ira se torna en compasión.

Confieso que me dan ganas de llorar, de acariciarle la cabeza y darle algún dinero. En cambio, volteó la cara para no ver en él mi propia miseria, mi poco interés por los demás. Con amargura me subo a la guagua y al cabo de unos minutos de ceño fruncido y mirada reflexiva, espanto su imagen con pensamientos sobre mi futura visita al Salto de Jimenoa.

Mafalda: "Tenemos que apresurarnos en cambiar el mundo, si no, el mundo es el que cambia a uno".










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