domingo, 21 de junio de 2009

La esperanza de Antonia


Lissette Rojas Berroa*

Era la tarde del sábado. Hacía sueño y la vida me dolía en los pies. Antonia me esperaba en el parque La Lira, donde se suponía estaba recibiendo donaciones desde las diez de la mañana para los niños que mendigan en la Carretera Internacional.


Habíamos acordado que, al salir de clases, yo la reemplazaría. Tenía 20 minutos para comer y otros diez para llegar al parque, así que me tragué como pude unas pechurinas del pica pollo Victorina de la Correa y Cidrón. Las bandas de los frenillos que se enterraban en mis encías hacían que comer fuera un acto de masoquismo.


Con el corazón latiendo en mis labios, llegué al parque La Lira, cinco minutos tarde. Antonia se volteó a mirarme, sonriente y yo vi en su mirada que teníamos buena cantidad de donaciones, ropa y alimentos. Un chofer que nos prestó una institución trasladaría el gran cargamento solidario. Sin embargo, a medida que me acerqué no vi nada en el banco ni en el suelo.


Saludé a Antonia con todo el optimismo de que soy capaz cuando me siento decepcionada hasta la médula, es decir, ninguno. Me parecía inconcebible que nadie se hubiese motivado con la causa de los niños que, en la frontera con Haití, se agolpan desnudos alrededor de los vehículos para pedir dinero o alimentos.


Antonia argumentó razones optimistas. La gente siempre lo deja todo para el último momento, dijo, ya verás que vienen el próximo sábado. Un brillito de esperanza se activaba en sus ojos cada vez que alguien se acercaba. A todos ella los creía donantes, pero dieron las tres de la tarde y no llegó ninguno. Antonia no había almorzado aún.


A esa hora nos despedimos. Ella iba al sur del Distrito, yo al norte. Ambas en carros públicos. Ella con fe, yo sin nada. Aún me dolía el pie izquierdo.Crucé la calle con miedo. Miedo a la indiferencia que subyace en el mundo en que vivimos. Miedo porque la pena que me rasgaba por dentro hacía un ruido tristísimo que solo yo podía escuchar.
*La pintura que ilustra este texto es la Madonna di Loreto, de Caravaggio.

lunes, 1 de junio de 2009

Un círculo de llanto en el suelo: un círculo de fuego en el cielo*

Perros en trailla, de Goya.

Por Lissette Rojas

El perro renco dibuja en el suelo un círculo perfecto con sus dos patas traseras, igual que hacen los elefantes cuando saben que pronto morirán.

Al abuelo, que se reclina en su mecedora como atajando la muerte, le parece un mal presagio la nueva inquietud artística del galgo, que nunca tuvo talento para los augurios y al que se le conoce en muchas millas a la redonda por sus estúpidas y graciosas piruetas de perro empecinado en alcanzar su propia cola.

Pero lo de hoy se diferencia de todo lo que sus ojos hayan visto en 81 años. “Eso me da mala espina”, murmura el anciano solitario con su mirada húmeda como un manantial antiguo e improbable. Sus manos de grietas y tierra sedienta tiemblan bajo el peso de un porvenir siniestro.

Aúlla el perro como encantado y su quejido se parece al llanto de un infante, un niño que atrapado en su círculo implora al cielo las redentoras manos que lo liberen de un mundo desconocido.

“¿Y quién se va a morir ahora?”, se pregunta el octogenario, con la seguridad de que a él aún no le toca la horizontal perpetua porque, “que se sepa, nadie ve los signos de coqueteo de su propio parca”.

“Pero si no soy yo, entonces ¿quién?”, se cuestiona y apenas puede pensar porque el corazón se restriega violento contra el pecho y su bestial ruido no lo deja pensar. Al menos no pensar con coherencia. No se atreve a apresurar nombres, mencionarlos sería como atraer el mal sobre ellos con deliberación.

El peor temor de un padre: perder a un hijo, le hace una mueca que lo obliga a ponerse de pie, no sin dificultad. Los huesos resuenan, camina durante siglos hacia la veranda y luego otea el horizonte. Busca lo inexplicable. (*Fragmento del cuento de igual título).